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martes, 9 de octubre de 2007

Fuera de contexto...pero que bien me hace leerlo.




Por qué todavía no me compré un DVD

Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y
cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre
agregarle una función o achicarlo un poco.

No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los críos. Los
colgábamos en la cuerda junto a otra ropita; los planchábamos, los
doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos,
nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron
de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron
inescrupulosamente a los desechables!

Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos
nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando
los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras
hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para
enfrentar mes a mes su fertilidad.

¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me
distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más
probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto.

Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año,
el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las
navidades.
¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!

¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los
pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en
el cajón de los cubiertos!

Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la
vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La
gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y
hasta palanganas y escupideras de loza. Y resulta que en nuestro no tan
largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el
barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.

¡Nos están fastidiando! ¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe,
se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que
tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.

¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa?

¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los
talabarteros?

Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en
toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a
creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!! ¡¡Lo
juro!! ¡Y tengo menos de........... años! Todos los desechos eran orgánicos
e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy
hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon.

La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban
rodando las quemábamos en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los
animales, servían de abono o se quemaban.

De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor.
Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el 'guarde y
guarde que alguna vez puede servir para algo' pasarse al 'compre y tire que
ya se viene el modelo nuevo'.

Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos
no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el
número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me
prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y
el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo)

Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no.
Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a
todo.
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos
podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar(porque éramos de
hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente
del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos
la primera caquita.

¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los
pocos meses de comprarlo?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los
manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el
tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.

Y guardábamos. ¡¡Como guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!!

¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos
limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro.
Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los
bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y
las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de
fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!

Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas
de primus.

Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y
carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en
el cuarto cajón.

Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de
plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la
lapicera, lapiceras sin el capuchón.

Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que
perdían a su encendedor.

Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se
tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores
descartables.

Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por
todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las
latas de sardinas o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera
sin su llave.

¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al
techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío
para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su
vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables.

¡¡Los diarios!!
Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner
en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver!!.
¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado
al trozo de carne!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para
hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer
cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía
el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla
de la
Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se
convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros
Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las
inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué
intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con
la inscripción a mano en una sota de espada que decía 'este es un 4 de
bastos'.

Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa (broches) y el
ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban
a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros
objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden 'matarlos' apenas
aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a
nada. Ni a Walt Disney.

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y
nos dijeron: 'Cómase el helado y después tire la copita', nosotros dijimos
que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el
estante de los vasos y de las copas.

Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos.
Las primeras botellas de plástico se tansformaron en adornos de dudosa
belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas
de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y
los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y
los que preservábamos.

Ah¡ No lo voy a hacer!
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables;
que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas.

Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria
colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer.

No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto
caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.

No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan
a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más
nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o
que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares.

De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme
seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos
kilómetros y alguna función nueva.

Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el
riesgo de que la bruja me gane de mano y sea yo el entregado.

Hasta aquí.

Eduardo Galeano

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